Del gobierno callado y no importuno, su pueblo es sincero y honrado. Del gobierno astuto y severo, su pueblo es desleal y no ofrece confianza. La infelicidad es aquello en lo que se funda la felicidad. Sin embargo, ¿quién reconoce que cuando esto no se ordena, es lo más alto? Pues si está ordenado, las órdenes se convierten en cosas peregrinas y los bienes se convierten en superstición. Y los días de fanatismo del pueblo duran realmente mucho. Así también el llamado: Sin censurar es modelo y ejemplo, sin dañar, es concienzudo, sin arbitrariedades, es honesto, sin cegar, es luminoso.
Parece una buena continuación del trozo anterior: la frase del principio es, desde luego, positiva, pero parece que el propósito del trozo no es hablar del buen gobierno. Porque "Del gobierno callado y no importuno" quizá se podría entender "Del gobierno que no gobierna ni manda (que no importuna)", lo que pone a las claras la contradicción; que se revuelve contra la propia palabra 'gobierno' y la deja sin amparo real.
Siguiendo así, la siguiente frase ("Del gobierno astuto y severo, su pueblo es desleal y no ofrece confianza.") se entiende que, al contraponerse a lo anterior, habla de cualquier gobierno real: o sea, que cualquier gobierno que gobierna (no el que no habla, no el que no se mete con la gente) es astuto y severo, y así el pueblo (o sea, yo) me convierto en artero y marrullero; me convierto en yo personalmente.
Aunque también, por otra parte, pueda que el segundo párrafo sea una contestación del sentido a la tibieza del primer párrafo (o sea, que el sentido siente que el primer párrafo no deja de defender un orden impuesto). Contesta esplicando en qué se convierte el orden ordenado: en superstición y fanatismo.
Como es muy habitual, el último párrafo es un añadido, una interpolación todavía posterior, moralizante y contra el sentido, en la que se sigue costruyendo el perfil y la conducta de ese "llamado" o sabio (o Dios o elegido o santo o genio).