¡Un país que sea pequeño y pocos sus habitantes!
Que no se usen herramientas
que multipliquen la fuerza de los hombres.
Que el pueblo se tome en serio la muerte
y que no viaje a sitios remotos.
Aunque hubiera barcos y carrozas a disposición,
que nadie haya que viaje en ellos.
Aunque hubiera allí armaduras y armas,
que nadie haya que las desenvuelva.
Que el pueblo vuelva a anudar cuerdas
y que las use en vez de la escritura.
Dulce su comida,
bellos sus vestidos,
pacíficas sus casas
y alegres sus costumbres.
Puede haber países vecinos al alcance de la vista,
que se puedan oír de unos a otros los perros
y el canto de los gallos:
y, sin embargo, puede ocurrir que la gente muera
de muy vieja sin haber viajado de un sitio a otro.
Parece un trozo enterizo que habla como para ordenar a las gentes. Habla de la ilusión de saber cómo debe vivir el pueblo, si bien con un tono melancólico y, como si dijéramos, no muy firme.
A pesar de las advertencias en razón que se pueden sentir en el trozo (como, p.ej., la tan actual plaga de tener que viajar a sitios remotos o la plaga de armamentos que sigue el poder echando sobre las gentes, no sólo con sus fábricas de armas y sus ejércitos de policías y soldados -monopolios ambos de los estados- sino, sobre todo, con la de la producción de películas y cosas de la tele donde se recuerda a la gente que es lo más normal del mundo esa producción y esos ejércitos). A pesar de eso, digo, hay que fijarse cómo junto a esa descripción esterna del país y sus costumbres, parece que no pueda faltar el punto de doctrina que sostiene toda esa ilusión de orden: la de que rija la muerte; que la gente se la tome en serio.